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Historias urbanas: El bar de Don Jaime

Written By Charles Francis on 10 noviembre 2012 | 21:15


De Don Jaime nunca supe su apellido, ni lo consideré un dato de importancia.
La entrada del bar daba a la calle Dorrego, frente al portón principal de la Jefatura de Policía de Rosario. Lugar de tránsito obligado para el personal a cumplir sus tareas y público para tramitar documentos de indentidad. También importante para don Jaime, porque por ese portal pasaban a fin de mes los policías con el sueldo en sus bolsillos. Muchos compartían un trago con sus camaradas antes de regresar a sus hogares; pagaban las copas adeudadas durante el mes o saldaban algún préstamo, porque Don Jaime era también un pequeño banquero. Prestaba sin interés, o el único interés deseado era que parte del préstamo terminara en su bar. El mes no es igual para todos y él ayudaba a llegar al 31 a los que se quedaban cortos. No hacía firmar ningún papel que certificara su deuda y se jactaba de que nunca nadie lo engañara, declaración que recalcaba de vez en cuando con orgullo, con la parsimonia, pausas y énfais que sólo un español puede dar a su discurso; levantando el mentón, sacudiendo insolente su mantecosa papada y apuntando hacia arriba su índice derecho para dar firmeza a sus palabras, tal vez emulando a Don Emilio Castelar.
Don Jaime era mallorquino; me lo marcó el primer día en el que entré en su boliche, contestando apresurado a mi pregunta de novato que quiere congraciarse con su interlocutor demostrando interés por pura cortesía.
_“¿De qué lugar de España es usted?, porque yo soy nieto de gallego y madrileña”, _ dejaba en claro mi posición, orgulloso de mi ascendencia y de tener ambos algo en común.
-“Jaime, como mi rey.”_ continuaba exultante, se refería a Don Jaime I de Aragón, conquistador de Mallorca allá por el año 1203.
Mientras me contaba esto llamó a su hijo, un gordito diligente que oficiaba de camarero, dejando bien en claro haber aprendido las lecciones histriónicas de su padre en la atención a los parroquianos. Transitaba esa edad indefinida en la que se deja atrás la niñez y se entra en la adolescencia, con granitos en la cara, acné juvenil que certificaba su condición. Su nombre era Manolo. Fiel estampa de lo que seguramente había sido su padre a esa edad. Se movía con agilidad y rapidez a pesar del notorio sobrepeso, manejando pedidos y números con eficacia heredada.
Las mesas del bar se llenaban los días de cobro, y el dominó y el truco daban pretexto a policías jubilados para seguir frecuentando el lugar, añorando y aferrándose a un pasado. En todo jubilado hay un nostálgico que olvida los sensabores que muchas veces sus tareas cotidianas le traían, para seguir hablando de “los buenos tiempos”.
Queso, milanesas picadas, aceitunas y mortadela era el único menú de las mesas apretadas del local. Sus tablas, grasientas y lustrosas por el apoyo y roce de tantos codos, atestiguaban el sempiterno repertorio alimenticio al colmar a veces los platillos en que venían servidas. Sólo yo me daba cuenta en mi condición de debutante y nunca olvidé el tufo de los ingredientes que regaban con cerveza, moscato o el emblemático “Amargo Obrero”. También huelo la humedad de una mancha enorme tapada con mapa de contornos imprecisos en la pared que daba al baño. Nunca descubrí ni pregunté datos de su identidad geográfica. Lo suponía legado por el mismo Piri Reis.
Micuod, Ariagno, el Negro Sosa_ peruano estudiante de Arquitectura que con los años llegó a ser Jefe de Planeamiento. Torres se comía las milanesas arrugando la frente y la nariz, insistiendo en que tenían olor a kerosen. Todos agudizábamos el gusto y el olfato, sin que nadie lo apoyara, pero sembraba la duda. Seguía comiendo y el comentario era repetido en el próximo encuentro. Su observación ya era un clásico.
De lo que nunca dudé fue del paso obligado de las milanesas por aceite milenario. Me parece escuchar el chirrido de frituras que llegaba al boliche por la puerta entornada que daba a la cocina.
Bajaba el bar su cortina verde a la 1 de la madrugada, y a las 6 el estridente ruido metálico, inconfundible, se hacía notar más en el silencio del despertar rosarino, indicando que Don Jaime comenzaba la función.
Tomaban el desayuno los que entraban a las 7 y los habitués de paso, cargando algunos su “Amargo Obrero” y continuando su camino.
Otros que recalaban eran los empleados de Tribunales, que se levantaba a cien metros de la Jefatura de Policía.
Don Jaime sabía todo lo que ocurría en la repartición. Conocía con detalles pases y traslados y hasta los jueces de turno.
-“A Pierini lo pasaron a la segunda, es una seccional de lujo…, están todos los locales nocturnos, la “timba” y otros “curros”. Leguizamón de Robos y Hurtos pasó a la 22; después del secuestro de cubiertas quedó mal parado. Dicen que el Gobernador Silvestre Begnis llamó a Maldonado; lo quiere en Jefatura y se lo lleva a la Secretaría de la gobernación.”_ Jaime no dejaba de servir a su clientela, ni paraba de hablar.
Notoria era su ubicuidad. Estaba con todos y en todo y nunca se le caía el escarbadiente de la boca. Lo movía de arriba abajo como la verga de un bajel en mar agitado. Yo me preguntaba cuándo escupiría uno para reemplazarlo por otro.
¿Cuándo fue el día que pisé por última vez el bar de Don Jaime? No importa. Nunca olvidé su figura vulgar y mantecosa que inundaba el bar, ni el piso de baldosas coloradas, oscurecidas por la grasa y la mugre. Ausencia de jabón y acaroína. Escaso el tiempo de cortinas bajas para la limpieza, tarea de la mujer de Don Jaime_ muy gorda y con eterno problema de sus piernas, nos contaba su marido cuando la ocasión se daba_. Era un comentario innecesario al ver su andar laborioso y pendulante. Amparo se movía dejando ver sus enormes piernas varicosas en el corto espacio que había desde el piso del bar y el borde su batón.
Rosario de mi juventud. Feliz capítulo de mi pasado. Nostálgico recuerdo en la geografía de alguien que se detuvo y siguió su camino.

Angel Oscar Cutro (2006)
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Carlos

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